La vida se mide por mundiales, qué duda cabe. El primero me encontró a los cuatro años. El primero del que casi fui conciente al menos; del anterior, aunque en vida- dicen-, no pude tener noticias en aquel entonces. Me tocó frente a un Noblex 14 pulgadas en blanco y negro, color rojo. En aquella época no sé si era Óptica Gallo u Óptica Lorente el que auspiciaba “la emoción máxima del fútbol”.
Por el momento sigo sin usar gafas, incluso en los momentos de anhedonia y de desinterés por el deporte, que son mayoría.
Es más, creo que por aquel entonces no sabía quién era Diego. Desde ese momento mi ídolo fue Mario Alberto Kempes, aquel sujeto bonachón pero arrollador que se llevaba puestos holandeses como si fueran réplicas de cartón tamaño natural.
Durante un tiempo considerable perduró en mi seno familiar una grabación en caset donde un niñito que era yo decía: ¡Housemannnn, Housemannn!
Los recuerdos estrictos de los partidos de aquel mundial se mezclan con las imágenes que pude seguir viendo a lo largo del tiempo. Qué podía interpretar yo por aquel entonces es un misterio. Jugué por años, tiempo después, de hecho, en clubes de fútbol hasta que un día pude llegar a comprender eso que para mí era un arcano parejo a las ecuaciones de la hora de matemáticas (que todavía no comprendo): la ley del off side.
Lo que sí recuerdo patente es un quilombo de papeles, cornetas y matracas (ya no existen más) por las calles del centro, y yo viajando en el asiento de atrás de un Ami-8 celeste.
Luego Central fue campeón, yo tuve mi equipo auriazul del cual perdura la camiseta, tuve mi equipo charrúa (con el que debuté al lado del Gabino), vino Maradona en Japón y el Trinche a la vuelta de casa. El fútbol no tenía límites. Garantizaba toda la felicidad posible. Había nacido en una superpotencia.
Había unas figuritas, que eran caricaturas, me acuerdo de tres: Kempes de torero, Maradona con el chupete (selección juvenil) y Maradona con la espada (selección mayor).
Mi abuelo estaba loco, era megalómano y amigo de Víctor Vesco, y le decía que había que llevarlo a Maradona a Central.
Creo que no se le ocurrió que eso era imposible, pero Central pintaba entonces también para superpotencia. Todo tiempo futuro sería peor.
Vi dos veces a Maradona en el Gigante. Una con la selección juvenil me parece. Otra Boca-Central (¿81?) platea del río.
Tenía una foto con mi atuendo de Central dando un zurdazo en el club Mitre de Pérez que un día se perdió con mi billetera y documentos.
¿Qué sería hoy del Gaucho Mundialito?
Pobre pibe. Acusado de colaboracionista premini del Proceso, dicen que entró en las drogas mal, se hizo adicto dealer y camello incluso. Tuvo un paso fugaz por el Show de Balá, Pelito y Mesa de Noticias, pero estaba listo. Era como el Arnold argentino. HIJOS se la tenía jurada. Y la yuta también. En Villa Manuelita, se imaginarán, la pasó mal. “Me usaron” fue lo último que se le escuchó pero terminó flotando no sé si en el Saladillo o en el Riachuelo. Pensar que yo tenía su muñequito.
También como al pobre Mundialito, a mí me han perseguido y segregado. Hay gente que ni puede soportar que uno haya sido alegre en los mundiales de su niñez.
Con Kempes-Maradona un infantil categoría 74 podía esperar la conquista del Universo; pero ya se sabe. Lo que más recuerdo de aquel momento (no caeré en Pinki-Fontana y las latitas de paté en la escuela) es a Naranjito y a Clemente. El Hincha de Camerún y una canción que decía que Nueva Zelanda iba a dar la vuelta pero en Disneylandia.
El 78 me había tocado en barrio Martin. El 82 en Tablada. Y el 86 en la Sexta. El televisor era más grande y a color y puedo recordar partido por partido. Guardo dos Gráficos y el del 78. Para colmo ese mismo año Omar Palma había entendido que podía convertirse en una suerte de versión local del 10 de México. Así se cerraba la infancia señores. Se retira el Trinche y un día se me aparece el Genio Maligno cartesiano y me dice: “El Mundo, pibe, es falso…Ya vas a ver”.
El turro mandó a Codesal y después a Efedrina, la diosa cortapiernas. The dream is over. Comenzó la vida adulta con el teórico del “volumen de juego” y el rasuramiento de melenas. Y para peor llegó después el fúlbol cartesiano-deductivo, la idea de que un esquema mental perfecto puede erradicar el azar de cuajo, un sueño monstruoso de la razón en manos de un ex zaguero de Argentino de Sorrento. Ya, de hecho, había pensado yo en salir a matar a todos el día que me enteré que Maradona había firmado para NOB. Pero mi abuelo ya deliraba camino al geriátrico.
El 06 me tocó en Europa. No en Europa, en España (ni ellos se consideran Europa). No en España, en Barcelona (ni ellos se consideran España). En un ínfimo bar junto a mi madre vi el partido contra Costa de Marfil a medio metro de dos negros grandotes. Yo tenía listo el zurdazo y cómo iba a cortar el vaso de cerveza y encarar sus negras yugulares. Pero no pasaba nada. En Barcelona la gente es inofensiva, y los negros al fin y al cabo sólo piensan en vivir de las rubias que se garchan. Experiencia mística fue el partido, en mismo bar pero abajo, con Serbia. Por suerte había otro argentino, que me identificó no por el libro de Lamborghini que llevaba sino porque llevaba la auriazul Zanella sobre la remera. Era una especie de yupi medio reo hincha de Racing que vivía en Los Ángeles y cada quince minutos hablaba en inglés americano fluently por celular.
Los españoles se daban por candidatos, como siempre. No sé si este tipo de estupidez es mundial o una tara de esas que tan bien en claro tenía Sarmiento. Me parecía una concreta manifestación de lo inverosímil. Para colmo los españoles habían empezado ganando su primer partido 3 a 0, única goleada hasta el momento. “España, la boluda” decía el libro de Lamborghini y yo lo acompañaba en espíritu y comprendía con claridad meridiana. Fue 6 a 0 y fue el partido más excelso que me tocó ver en vida, por primera vez un menotismo en serio más allá de las selecciones juveniles (me acordaba del paseo insoslayable que daban Aimar-Riquelme-Cambiazo en aquel mundialito con Peckerman). Así fue que seis veces me abracé con el yupi yanqui-porteño, por lo cual debo considerarlo a esta altura uno de mis mejores amigos históricos porque (afuera de una cancha) el record de abrazos los tenía mi compañero de banco de la primaria, al cual todavía frecuento: 5 en toda la vida.
Nos fuimos casi en pedo, intercambiamos teléfonos e e-mails y prometimos que intercambiaríamos chicas cuando las consiguiéramos.
Yo ya había sentenciado un año antes que el mundial le tocaba a Alemania, y si no a Italia (por devolución de gentileza). Pero Alemania no era gran cosa e Italia era Ferro como siempre. Y sin embargo –robo mediante, y locura de Zidane mediante- así ocurrió.
El partido contra Alemania me tocó de fregona en una cocina de L’Hospitalet (Villa Diego de BCN). Pude llegar al segundo tiempo acompañado de mis amigos españoles e iraníes. Me había ganado su respeto a fuerza de hacer jueguitos preciosísticos con bolsitas de virulana etc. Un don que tengo. Algo típico hasta en un jugador medio pelo acá en la República de la Sexta pero se ve que excepcional en la Madre Patria. Los hinchas culés me acompañaron en mi dolor y pagaron varias rondas de cerveza. En mi inmodesta opinión el equipo nacional fue el mejorcito del torneo, así como Zidane fue el mejor jugador. Por suerte no tuve que escuchar el infinito cotilleo del periodismo y del ¿pueblo? argentinos y pasé a otra cosa: esa especie de cosa que me ocurre cada cuatro años –salvo durante un mes-. Esa cosa intrascendente.
Este mundial le tiene que tocar a un sudamericano. La FIFA es salomónica, y reparte uno pa cada. La final –canto ahora- puede ser entre dos sudas, o uno sólo. Aunque quién sabe... el próximo es en Brasil así que tal vez… no sé. Pero yo, como saben, ya di mi profecía e incluso aposté con el guardiacárcel, el que tiene más onda y me ceba mates, Oscarcito le dicen, el que dijo a este no lo tocan ¿ok? por lo menos hasta que pase el mundial.
Manuel Pendino D.
Especial Mundial para P.C.