
Por Pedro Lebioso
Me retiré jugando de 5. Cuando encontré mi puesto, ya era tarde.
¿Por qué el señor Santamaría o Santamarina o no me acuerdo, que me llamaba por mi segundo nombre, me mandó a jugar abajo cuando llegué a Central Córdoba? Es como le pasó a un amigo mío, de padres y abuelos alienistas (vamos a decirlo así, en evocación de don José Ingenieros): en la familia le decretaron esquizofrenia de entrada. Me lo dijo el padre al oído (al odio), una tarde de calurosa discusión teórica, entre fallidos inducidos y lugares desbordados mutuos.
En fin.
Quizá era demasiado grandote para la 74… o demasiado reactivo.
Así fue mi comienzo en la vieja canchita de las inferiores, a la vera de Virasoro, otrora de tierra. Yo era suplente de la última división de Central Córdoba, que en la primera división, de titular, y en el puesto que encontré exitosamente el día de mi retiro, tenía a un jugador mágico y misterioso, probablemente el mejor jugador del mundo.
Mi papá más que llevarme a ver a Central Córdoba me llevaba a verlo a él. Así me crié, creyendo que había gente que volaba. Creyendo en semidioses. Semidioses acriollados como anotó una vez Georgie. En la televisión estaba Maradona, y a dos cuadras su Otro.
Existía en el mundo, entonces, un tipo de personalidad superior, inescrutable: el que se los mareaba a todos. En la plaza, que nunca supimos que era un parque y que se llamaba Hipólito Yrigoyen, la expectativa siempre estaba, y de vez en cuando se concretaba en hecho. Aparecía uno de esos seres superiores en formato niño. Estaba comprobado más que fehacientemente. Existían. La realidad infantil debe de ser sobrenatural, y el fútbol lo era. Si en la tele estaba Maradona… y a dos cuadras de casa, en el club del barrio, había un tipo así... el milagro era en acto verificación.
Éste se los marea a todos.
En esa época-edad, al menos ahí, no se gambeteaba ni eludía, dribleaba o regateaba -como dicen Valdano y los gallegos -. Se mareaba.
No era mi caso. Lo mío era científico, filosófico, un sistema de refutación; lo mío ya era la crítica: quitar la pelota, impedir que te hagan un gol. Con fundamentos o no, me mandaron ahí… y ahí me quedé. Y cuando me mudé al club de al lado, mi carrera, parece, comenzó a ser exitosa –ahí debían de ir a parar todos los suplentes de Central Córdoba -, me convertí en un defensor transcategorial. De ser suplente pasé a hacer suplencias en las categorías superiores, 73, 72.
En el equipo de la escuela el defensor por excelencia era yo. Había que ser Pasarella. Pero la verdad es que mucho no me gustaba pasar de la mitad de la cancha, para eso estaban los exitistas, los histéricos, los chupamates, o los creativos. Por entonces mi imperio era la primera mitad de la cancha. Ahí mandaba yo, ahí me lucía yo.
El tiempo pasó, las canchas se ampliaron, jugar de 3 fue un error total. Mi capacidad aeróbica se precipitó en caída libre. Comenzó una mala época, desde el día en que me echaron del club por aplicarle unos zurdazos a mano a un compañerito inoperante. No recuerdo los motivos. Ya había tenido un problema en un partido oficial contra Ñuls B. Un rubio escuálido y ligero me sacó un poco de ventaja en la corrida por la derecha, sacó un zurdazo que fue a dar adentro del arco al lado del palo izquierdo del arquero. (Ahora que lo pienso ¿por qué yo estaba en la derecha?)
Fue la única y última vez que mis padres estuvieron presentes en la cancha. Fue una afrenta. Ñuls siempre fue algo deplorable para mí. Podré haber dudado alguna vez con respecto a la existencia de Dios, del Hombre de las Nieves o del Cuco, de la existencia del Otro o de la Materia o la Historia; pero jamás, jamás, jamás ¡se me pasó por la cabeza ser de Ñuls! No hubo nunca duda metódica u ontológica. Ser de Central fue una revelación, una evidencia, un hecho ya acontecido, un destino. Un legado matriarcal, un instinto de barrio, porque mi padre, niño del centro y del Colegio Inglés, era de Ñuls, pero mi madre era de Arroyito. Y según se cuenta en la familia, las dos cosas más populares en ese barrio y en ese entonces eran Central y mi madre. Por eso Central, qué sé yo, era transgredir la prohibición del incesto. O bueno,… era la moda, también; casi todos éramos de Central. Ser de Central era creer en el estado de bienestar, o una especie de socialidad griega, era una mística, un estado místico premetafísico, un sueño compartido, lo real-racional pero con onda.
Eran otras épocas. El desencanto y la posmodernidad ya vendrían acabando con el “período de latencia” y el eudemonismo canalla.
Lo cierto es que ajusticié al rubio de manera espontánea, y no sé si medió alguna palabra o acción suya o de alguien entre su gol y mi procedimiento subsiguiente. Pero le di un zurdazo en la cara y lo mandé a él mismo a parar al mismo palo al que fue aquella pelota.
Sólo recuerdo la estatura y la enjundia del árbitro, un señor de 5 metros entonces, porque yo terminaba más o menos a la altura de la conclusión de su camiseta negra y el comienzo su short negro. Con mueca de indignación me sacó la roja, obviamente. Y me retiré a los vestuarios como quién era mandado “a dirección”.
Pobre mi padre querido, cuantos disgustos le he dado.
En fin, no voy a contar mi historia como futbolista, a quién le puede importar. Hubo buenas y malas; goles geniales, pifies de mierda, rubios en fuga, Pelés desbaratados, embocadas al ángulo, pases al enemigo, y trompadas permanentes; porque hay que aclarar una cosa: yo también era rubio. Lo mío fue contra Ñuls en tanto que Ñuls, no contra una raza a la que yo, sin haberlo reflexionado en el momento, pertenecía. Y ser rubio y meddle class en el barrio Tablada era estar listo para la guerra. Porque en las tardes perpetuas en la placita (parque según el socialismo municipal) el rubio era yo y no había referí, y para los angelicales niñitos villeros yo era su Ñuls. De 27 para abajo era el estado de guerra y la lucha por la vida. Así que ahí aprendí también a ser defensor pero con las manos, y no precisamente para sacar laterales, sino indios.
En el equipo del barrio fui ocasionalmente arquero suplente bajo la estética Hugo Gatti (El titular era apolíneo-filloliano). También probé varios partidos de centrodelantero, un puesto para chantas, para exitistas berretas, un puesto minero, algo así como ser baterista. En el nivel más básico todo pasa por saber no caer en el off side y darle hasta de puntín. Esos chantas no saben que lo logran todo gracias a los humildes expertos en refutar leyendas vivas, en desmontar supercherías, el viejo oficio socrático de la deconstrucción, y su ulterior alianza con los artistas de la medialuna, los novios de la pelota que la dejan picando en el área.
Debo decirlo: en cierta forma cuando dejé el fútbol descubrí el fútbol. Cuando dejé de ser un niño profesional y oficioso descubrí los jueguitos, las gambetas, el pase milimétrico, el arte bochinesco de las diagonales y una especialización en el taquito aéreo, cosas que se aprenden cuando uno no va a los entrenamientos y se dedica a jugar al yoyó con pelotitas de tenis y naranjas, cuando no hay gol que impedir ni genio que seguir como sombra. Ni hay que correr, porque al final el fútbol adulto es una gran mierda, en la cual llegan los que corren y no importa el milagro ni la capacidad de resistirlo, ni el arte ni la filosofía, ya no hay mareo ni cultura alcohólica. En el último torneo de mi vida descubrí mi puesto. Pura ubicación en la cancha, trote permanente sin carreras de 100 metros, quite y precisión, defensa y ataque a la vez, impedir el gol y poder hacerlo, marcar al 10 y eludirlo, zurdo y derecho, acción y reacción, arte bipolar, sorpresa y estrategia, trabajo y capricho, Arlt y Rimbaud, Gallego y Redondo, el justo medio aristotélico y a la vez un lugar donde todo sería posible. Pero ya era tarde amigos. Ya el fútbol no me importaba, tenía 20 años y me había hecho travesti, quizá otra forma de transgredir la ley del incesto.
Quién sabe.
De todos modos me queda una melancolía retrospectiva, miro hacia atrás y pienso en el pasado que no fue y podría haber sido, y pienso que yo podría declararme – como tantos otros también, en el mundo o en mi barrio, como casi todo el mundo incluso -, sin autoindulgencia ni soberbia, como un Carlovich que no fue. Si, no tengo empacho en decirlo, eso soy, soy un Carlovich que no fue.
16/1/09
PD al día 21/1/09: Ante la indignación infame de un lector que me escribe “ahora se entienden todos tus problemas” [sic] haciendo alusión al golpe al rubio ortiva, debo decir unas cosas: lo anterior era una ficción. Es cierto que jugué ese partido y golpeé a ese rubio; no es cierto que sin motivos. Lo que no se dice en el relato es que él me venía pegando codazos arteros desde que arrancó nuestra carrera por el lateral derecho desde la mitad de la cancha. Atte., el Autor.