"lAs CaLuMnIaS dE pUtA cIuDaD pErTeNeCeN aL pUeBlO"


domingo, 10 de agosto de 2008

Enunciados Corporales


Por Sergio A. Pujol
Las primeras letras que el rock se prodigó venían del ritmo musical. Del scat del jazz se pasó al largo aullido de Little Richard: ¡Awolbopaloobop…! Puro ruido, pura música. Luego llegaron las palabras bien pensadas de Dylan, Los Beatles, Morrison. Eso ya era otra cosa: palabras escritas que luego se cantaban. Y que se podían leer, también. Por algo nacieron los cancioneros de la especie; por algo Dylan fue premiado, rondando siempre el Nobel de Literatura; por algo hubo y sigue habiendo libros con letras, libros con canciones ilustradas. Sin embargo, incluso en los casos ilustres, la letra nunca se emancipó totalmente. Y no sólo en términos de copla musical – eso es evidente -, sino en relación a esos lejanos gritos viscerales, descargas de enunciados corporales, eléctricos, ruidosos y musicales: ¡Awolbopaloobop…!
Cuando en – desde – nuestro país Nebbia, Tanguito, Moris, Abuelo, Martínez y Spinetta se apropiaron del español rioplatense para convertirlo en lengua alternativa, descubrimos otra manera de acentuar nuestro vocabulario cotidiano. Ya no era el español de Enrique Guzmán, ni el tartamudeo de un inglés mal pronunciado. Tampoco el criollismo modernista del tango, claro. Otra fraseología y otras inflexiones se hicieron presente. Qué curioso, qué raro, pensamos al toparnos con el fraseo de Spinetta (Después de todo, tan esquivo ante el significado como las palabras que se evaporan en el portamento de un cantante lírico). Las graves devinieron agudas, y viceversa. Y los acentos se desplazaron sin misericordia. Las rimas del papel se volvieron libres en manos de la música. Aquellos moldes con los que los letristas de tango habían escrito sus mejores versos (monstruos, así los llaman los tangueros) volaron por los aires. Siguió habiendo estribillo, pero el resto de la estructura se alteró: había nacido una cultura popular nueva, aparentemente sin memorias del lugar, sin marcas del pasado. Esa cultura reclamaba otra letra.
Leyendo canciones antes de escucharlas – también eso nos enseñaron los Beatles a partir de Sgt. Pepper, el primer álbum que trajo las letras impresas en el sobre interior – aprendimos a recuperar el sentido original de las palabras, si acaso eso existe. La letra impresa nos reveló el secreto primero de la canción, eso que había antes de la voz y de la música. Pero, en realidad, fue un falso descubrimiento, la ilusión de haber fisgoneado los principios de la canción. Lo cierto fue que esas letras leídas ya habían pasado por los cuerpos del cantante y su encandilado público. Esas queridas letras – dignas ó indignas, qué más daba – se habían tuteado con los instrumentos, revelando así tanto su naturaleza maldita como su complicidad cibernética. Desde entonces, cada vez que leemos una letra de rock pensamos en la música ausente. Y si no la conocemos, si por alguna extraña razón llegamos a las palabras antes que a la música, entonces soñamos con los sonidos. En ambos casos, jugamos a recuperar imaginariamente ese beat que un cuerpo emite para que otro escuche.