Por Goma
Los hombres se protegen de los contratiempos que trae la vida poniéndose debajo de la protección de las ideas, del dinero y del poder, pero a Gombrowicz las tormentas de la existencia lo dejaron a la intemperie, lo fueron transformando en un conspirador, un conspirador que no quería ocupar su lugar en la so-ciedad, que rechazaba a los mayores y se acercaba a los jóvenes para enaltecerlos y enaltecerse. La edad era la culpable de que Gombrowicz se fuese quedando a la intemperie, esa diosa que reparte las cartas y nos asigna los pa-peles en la vida social le hacía trampas a Gombrowicz, no le daba una sola carta, le daba dos; una carta con el papel de superior, de adulto, de maduro; otra carta con el papel de inferior, de joven, de inmaduro.
Era un caso muy claro de pertenencia a dos mundos, una característica que, un poco más un poco menos, todos los hombres tenemos, pero en él la naturaleza antitética estaba muy acentuada. Cuando se miraba al espejo no veía su alter ego, esa persona en la cual uno tiene absoluta confianza, ni tampoco veía sus facciones registrando el progreso sus rasgos aristocráticos, como una tarde le dijo en la Fragata a Antonio Berni, veía a su contrario. “En una ocasión estuve explicando a alguien que, para sentir la importancia verdaderamente cósmica que tiene para el hombre otro hombre, hay que imaginarse lo siguiente: estoy completamente solo en un desierto; jamás he visto a nadie, ni tampoco adivino la posibilidad de la existencia de otro hombre (...)”
“De repente, en mi campo de visión aparece un ser análogo, que sin embargo no soy yo –la misma idea encarnada en otro cuerpo, alguien idéntico y sin embargo extraño–, y experimento al mismo tiempo una maravillosa plenitud y un doloroso desdoblamiento. Pero por encima de todo domina esta revelación: que me he convertido en un ser ilimitado, imprevisible para sí mismo, multiplicado en todas las posibilidades por esa fuerza extraña, fresca y sin embargo idéntica que se me acerca como si yo mismo me acercase desde el exterior”En Gombrowicz existen tres personas distintas: el inferior, el hijo de buena familia, y el de la obra, tres naturalezas que no se mezclaban ni en su persona ni en su obra, como líquidos que no se diluyen unos en otros.
Hay personas que sueñan con desaparecer, otras que sueñan con ser invisibles, hay muchos sueños, la pasión predominante de Gombrowicz era duplicarse, triplicarse, cuadruplicarse. No es extraño, pues, que luego de tantas fragmentaciones se haya querido sintetizar a toda costa convirtiéndose en un campeón de la entronización del yo, tanto que en “Yo y mi doble” sueña con su propio ectoplasma. Es una de las burlas más crueles que Gombrowicz haya hecho de sí mismo hasta el punto de rematar la narración negando la desnudez y afirmando el deseo de servir. No podía buscar la vida ni en la bienamada ni en la humanidad ni, claro, en un empleo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Y tampoco en ese ectoplasma que en la madrugada de un martes se había desprendido del calentador de carbón.
No podía mirar con ojos amorosos a un doppelgänger pues no era ni una muchacha ni la patria, sino él mismo, un ectoplasma al que había escupido para que se fuera. Gombrowicz zarandea en este relato con sarcasmo y ligereza unas marionetas a las que llama yo, ser e identidad, sin embargo, estas cuestiones eran fundamentales en su concepción del mundo.Entre su yo y lo otro siempre había un mediador, un mediador al que finalmente le puso el nombre de forma, y la forma era el origen de sus archidolores que como un puñal se le hundía en la carne y lo hería una y otra vez. Con ese ser imprevisible para sí mismo, con ese ser que se le acerca como si fuera él mismo, como si él mismo se le aproximara desde el exterior, Gombrowicz somete al protagonista de uno de sus cuentos a un experimento revelador: lo convierte en un ectoplasma.
“Precisamente bajo el signo de una constelación erótico sensual de este tipo, sombría y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para mí, mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca, junto al molino, al borde del río”Cuando el protagonista miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él.
O tener un hijo y vivir por y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por un ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia. Sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y para los demás, sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas a medida que se le instalaba la rigidez de la edad madura y empezaba a sentirse mal con sus defectos. Pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia y vivir la vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme. De pronto, mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se desprendió del calentador de carbón.
Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, de un ser humano, aunque no de la figura de su bienamada sino de un hombre, debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía saco azul marino. Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía se dispuso a retomar el sueño cuando, repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador, esperando. El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado.
Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más. Estaba lleno de defectos físicos y espirituales, el espectro se dejaba examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta del protagonista. Al rato el protagonista se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente al ectoplasma, ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el espectro lo miró. Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se habían convertido en su mirada, el protagonista ya no miraba los defectos del ectoplasma sino que los defectos del ectoplasma lo miraban a él. Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre.
Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma, una vida que el protagonista había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo. El amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma. Pero, de pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a una forma que era él mismo. No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo. Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un narciso sucio.
Sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo sexual. Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. El protagonista se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino.. La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función social, y otras que era, sin más. Pero la palabra ‘ser’ sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra connotaba una horrorosa desnudez. Por otra parte, había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido.
“No, no –murmuré encogido y trémulo–, no quiero ser yo mismo. Prefiero ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo, servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza, hay que tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque hace frío y es indecente estar desnudo. Es necesario, hay que servir”