"lAs CaLuMnIaS dE pUtA cIuDaD pErTeNeCeN aL pUeBlO"


sábado, 18 de julio de 2009




"Piensas escapar de tus problemas yéndote de viaje; ellos partirán junto a ti"


Witkiewicz






Parte 3






Al sujeto argentino, parece, se le tiene una confianza medida; se lo toma pero con pinzas. Se sabe que es astuto, vivo, pícaro innato, piola. No hay forma de no ser un argentino para un argentino ubicado en España. Uno se vuelve apenas un ligero matiz singular de un gentilicio rotundo, un mero caso contingente de una especie dada. Por eso muchos españoles (que al fin son los inventores históricos de la picaresca) quieren ganarte de mano lo antes posible. Apenas llegado, primero, y listo para volverme, al final, sufrí dos peculiares estafas que buscaban afectar a mi ser nacional en su particularidad explícita y vengarlo. La empresa de aviación fraguó una quiebra económica y me dejó en mancha y la vía. Sin viaje de retorno. Es evidente que los europeos necesitan recuperar de alguna forma la enorme fuga de capitales que producen los inmigrantes al enviar habitualmente parte de sus ahorros de vuelta a sus países de origen, y encontraron que un buen recurso era hacer quebrar a las empresas de aviación baratas que tienen por consumidores mayoritarios a los inmigrantes sudamericanos, seres anónimos que emprenden una maniobra de resarcimiento personal contra el saqueo – explícito o vía plusvalor – que Europa ejerce desde hace más de medio milenio a las colonias. No soy un indio, ni un gaucho. Soy un hijo de la fuga. Soy el nieto y biznieto de europeos en fuga. Si no fuera por el doble imperio de la escuela pública y de los massmedia locales, ¿qué sería más que un celtíbero-romano, un ítaloceltíbero yeísta seseísta y voceísta? Pero Europa y su criada España quisieron castigarme, es peor el que deja su patria en busca de un porvenir privado que el mero Infiel que no reconoce a Cristo y la Corona. Me sentí un doble traidor, un contrapunto doloroso de una fuga bidireccional. Pagaba por la vieja Temis, esa justicia genetista que carga contra los herederos de los infractores, me hacían pagar los nuevos eurogayegos así como pagaba ante los escolamediáticos “argentinos” (oh, yo soy uno de ellos – a veces -) que habían condenado mi segunda huída, la en carne propia, como un cobarde acto antinacional. Porque no faltaba el que me dijera que era un vendepatria por irme un tiempo a cruzar el charco. Un doble desertor. ¿Desertar es despoblar? Qué mejor forma de ser un nadie, una nada, un verdadero sartreano, o un antiedípico hecho y derecho, que estar así y ahí. Pero no. Allá no se puede ser más que un argentino, el caso de un argentino. Me bastaba entrar a un comercio a pedir algo para comer para estar condenado. Mi formación literaria me permitía el uso de cierto aire neutral en el idioma, mi afán por el diccionario Sopena, por los clásicos del Siglo de Oro y las películas de Almodóvar o Saura, me hacían un diccionario pocket andante, un traductor en simultáneo del castellano al español. Pero ¿decir tú!, ¿abandonar la ye por esa i trucha, tan trucha como la ye! No, no. Hubiera podido aceptar decir liuvia, como enseñaba la maestra según la aparente fonética originaria de los castellanos. ¡Pero iubia en vez de yubia o shubia! No. Grave encrucijada de una ética de la fonética española con la que se encuentra el argentino en España. Dos casos típicos: el que se vuelve un argentino profesional y explícito, y el medroso que opera por disimulo. El que se adapta al tuteo y obra la conversión sinonímica de todos los nombres de los actos y objetos cotidianos (porque todo lo denominable en la vida diaria de allá tiene otro nombre rotundo, no hay comida ni servicio que tenga el mismo nombre y en ese sentido es más fácil para un argentino emigrar a Estados Unidos que a Soria, ya que hemos aprendido inglés pidiendo cerveza o “a ticket to London”), o el que se vuelve el histrión elocuente de un porteñismo universal de inspiración felinesca y lanza a los gritos – al modo gringo – su neo-yeyeo franconorteamericano (… yo-sho-jo… ) y el “boludo” obligatorio mediando entre todo sujeto y predicado. ¿Qué hacer?...

Lo peor fue la primera de las preventivas avivadas gayegas. Tuve que pagar el taxi más caro de mi vida, equivalente a la entera jubilación mensual de mi abuela. Un característico taxista madrileño, la viva imagen de un Sancho Panza de la fase posindustrial del capitalismo, ubicable en cualquier reparto de cualquier película española, un ejemplar en carne viva de ese adiposo circo grotesco de la comedieta cinematográfica española permanente, un Torrente cualquiera del volante madrileño me llevó desde Barajas al hotel oficiando de desinteresado guía turístico. Petiso, piel clara y grasosa, gordito, pelo y ojos castaños, simpático y locuaz, así era de ejemplar y me vi de pronto dentro de una de esas películas que daba ATC los sábados a la noche. Para mí otra de las cuestiones técnicas y teóricas a resolver era si el cine español es grotesco o realista. Una duda que uno siempre tiene, si está ante un sainete o ante un documental. ¿Commedia dell`arte o cinema verité? ¿Fellini o Cassavettes? En fin… no sé nada de cine pero tengo derecho a la aporía. La España cinematográfica posfranquista for export se ha dedicado a postergar de la españolidad universal todo rasgo caballeresco, quijotesco, unamunesco, y parece empeñada en mostrar el destape de una especie de sanchopancismo incluso marica, como en la estética Almodóvar, o un hegemónico picaresquismo posmo. Y sí, la realidad es más parecida al cine que a la realidad. Suar también lo sabe pensaba yo mientras recorría Madrid en taxi sin saber si estaba o no en Europa o simplemente en una ubicua película española cualquiera, o sea entre Alex de la Iglesia y El Show de Truman. “Abre los ojos” con Torrente de ladero y taxi driver.

Nunca entenderé cómo, pero ese truhán, ese bellaco, ese bribón, tuno, tunante, pícaro, pillastre, villano me hizo pagar un taxi que costó lo que me costaba alimentarme durante el mes entero en el frugal barrio La Sexta. Fingió una descompostura del medidor y con esa sonrisa resignada que se tiene ante el destino favorable me dijo “75 euros”. Un pánico sin nomenclatura, escénico o filosófico, actoral o presocrático, no lo entiendo, me hizo entregarle esos billetes que no hacían bulto y que después de haber pagado cuatro sueldos en el acto por un simulacro de viaje de meras doce horas sobre el presunto océano, constituía una erogación insignificante calificable como ganga. “Un boludo” habrá pensado. Y arrancó.