por Juan Carlos Gómez

Mientras escribía el gombrowiczidas que dediqué a ese personaje de la mafia rosarina al que di en llamar el Burro, recordé que el burro es un cuadrúpedo que me persigue desde la juventud.Cuando me puse en contacto con la barra de gombrowiczidas del café Rex enseguida sentí la amenaza de este animal, una amenaza que me producía un capiti diminutio, entonces traté de construirme un cierto prestigio recurriendo a mis conocimientos de las ciencias duras.Le explicaba a Gombrowicz lo que era un logaritmo, a Acevedo le calculaba la velocidad que debía tener una pelota para girarar alrededor de la tierra a un metro de altura sin caerse, al Alemán le demostraba por qué la raíz de dos no es un número racional. Estas cuestiones tan elementales entre los alumnos de mi Facultad me ayudaron a mantenerme en pie en los primeros tiempos de mis aventuras gombrowiczidas. Más tarde me sirvieron también para profundizar en nuestras discusiones con toda la seriedad que nos era posible, sobre sus relaciones con la filosofía, con la música y con cualquier otra cosa que se nos atravesara por el camino. En los diarios de 1961 Gombrowicz escribió algunas palabras sobre los estudiantes de ciencias exactas que leí mucho después y que no me gustaron para nada.“Cuando a mi mesa, en un café, se sienta un estudiante de ciencias exactas para observarme con lástima (porque hablo sin decir nada), para despreciarme (porque es una tomadura de pelo), para bostezar (porque eso no se puede comprobar experimentalmente), no trato en absoluto de convencerle. Espero que lo invada una ola de lasitud y saturación” Cada uno de nosotros tenía un arma predilecta con la que golpeaba a los demás, el arma predilecta de Gombrowicz era la música. El crecimiento de Gombrowicz en la música entre los comparsas del café Rex fue continuo y obsesivo, las controversias eran apasionadas. Llegó a adquirir una gran facilidad para referirse a los aspectos técnicos de la música, un conocimiento apócrifo que utilizaba para lucirse e incomodar a los demás. Una polémica que tuvo con Madame Orel terminó mal; estaban discutiendo sobre si la cromática era la gama o la escala, la cosa es que la Madame se enojó y le dio una cachetada.Otro contertulio del Rex que también se sentía amenazado por el burro era Acevedo, un anarquista que para defenderse de Gombrowicz armó un tablero de valores. El que pudiera cubrir todos los cuadros ganaba, no importaba cuántas fichas pusiera en cada cuadro, ganaba el que pudiera cubrirlos a todos. Los valores de Acevedo eran: el ajedrez, la música, la ciencia, el anarquismo, la filosofía y Nicolai. Nicolai era un sabio alemán, amigo de Einstein, que había dado algunas conferencias en Buenos Aires sobre la ciencia en las que intentó demostrar que aún la belleza tenía su fundamento en las leyes de la naturaleza.Acevedo reconocía que Gombrowicz tenía muchas más fichas que él para cubrir los cuadros de la música y la filosofía, pero tenía pocas para el anarquismo y ninguna para Nicolai, luego él ganaba.Yo afilé mis armas cuanto pude para defenderme de ese burro con el que Gombrowicz nos amenazaba, así que se me ocurrió hacerle una pregunta sobre geometría a los gombrowiczidas de Rex. Conocía un problema que había resuelto utilizando integrales, pero de muy difícil solución sin el conocimiento del cálculo infinitesimal, ese hermoso descubrimiento simultáneo del inglés Newton y de Leibniz el alemán. El problema consiste en determinar el largo de una cuerda que tiene en un extremo un palo clavado en el perímetro de un círculo sembrado de pasto y en el otro un burro, de modo que el animal no pueda comer más que la mitad del pasto. Les propuse a los contertulios que resolvieran este problema recurriendo tan solo a la geometría que conocían los griegos y a la trigonometría, esa disciplina en la que a Gombrowicz le habían puesto un cero. Las personas del grupo que se fue formando se volvieron idóneos en el problema del burro, se acercaron cada vez más a su resolución con desarrollos día a día más ingeniosos, se crearon jerarquías y estilos, y se convirtieron en expertos en la materia, pero el problema no loresolvieron. Mi conflicto con Gombrowicz es eterno, aún hoy perdura, intenté defenderme de su burro utilizando mi propio burro, pero sin éxito.“Mi disertación de polaco me valió un cum laude, así como también mi examen de francés, lengua que hablaba bastante bien en casa. El tribunal se quedó de piedra y decidió enviar mis trabajos al ministerio quien pronunció una sentencia favorable: aprobado. Fuimos a celebrar el éxito (...) Me emborraché como todos y eché mis entrañas por la ventana del quinto piso: estaba tan ciego que no me di cuenta de que abajo había una cafetería con las mesas en la acera. Los aullidos que llegaron desde la calle, me hicieron avisar rápidamente a mis compañeros y, acto seguido, colocamos una barricada en la puerta de entrada dispuestos a defendernos hasta el final” Y en esto yo le ganaba a Gombrowicz porque me había doctorado con un summa cum laude, la mayor distinción que se otorga en nuestros claustros universitarios, era el reconocimiento al haber obtenido la máxima calificación de todas las carreras de la universidad.También me emborraché, pero en mi casa, con mis condiscípulos y algunos profesores de la Facultad. Guardo con orgullo la medalla de oro, las fotos y la grabación que hizo la Vaca Sagrada del discurso que di en el Teatro General San Martín el día de la colación de grados.Yo, igual que lo hacía Acevedo, puedo poner fichas en todos los casilleros, pero no le pude ganar a Gombrowicz, y no le pude ganar porque, desgraciadamente para mí, gana el que puede poner más fichas en el casillero de la creación. Sobre las especializaciones que se utilizan como armas para combatir al burro Gombrowicz escribió páginas memorables en los diarios.“¿Qué impresión experimentáis al leer mi diario? ¿No la de un campesino de la región de Sandomierz que se ha encontrado en una fábrica agitada por unas tremendas sacudidas y vibraciones y se pasea por ella como si anduviera en su propia huerta? Aquí tenemos el horno incandescente, en el cual se fabrican los existencialismos, aquí Sartre prepara con plomo licuado su libertad responsable. Allá, el taller de la poesía, donde mil obreros, sudando a mares y en medio de una carrera alucinante de cadenas de montaje y engranajes, trabajan materiales cada vez más duros con un cuchillo superelectromagnético cada vez más afilado; allí, unas calderas sin fondo en las que bullen distintas ideologías, visiones del mundo y fes. Aquí tenemos la vorágine del catolicismo. Allá, más lejos, los altos hornos del marxismo; aquí, el martillo del psicoanálisis, los pozos artesianos de Hegel y las fresas fenomenológicas; después, las pilas galvánicase hidráulicas del surrealismo o del pragmatismo. La fábrica, gimiendo y precipitándose entre estrépitos y torbellinos, va produciendo instrumentos progresivamente más perfectos que a su vez sirven para perfeccionar y acelerar la producción, de tal modo que todo se vuelve cada vez más poderoso, más violento y más preciso.Pero yo me paseo entre estas máquinas y sus productos con gesto ensimismado y por lo demás sin demasiado interés, igual que si me paseara por mi huerta, allá en el campo. Y de vez en cuando, al probar este o aquel producto (como si fuera una pera o una ciruela), me digo: –Hm, hm..., era un poco duro para mí. O bien: –Al diablo con esto, es incómodo, demasiado rígido. O también: – ¡No estaría mal si no estuviera tan caliente! Los obreros me lanzan miradas hostiles. ¡Acaba de aparecer un consumidor entre los productores!”